miércoles, 17 de marzo de 2010

Carta desde Nabusímake

Bisbisea la lluvia en la Sierra Nevada de Santa Marta, al norte de Colombia. El cielo gris tamiza un horizonte que separa el Trópico del Caribe. Los colibríes, que otros días a estas horas pintan el aire con brillantes azules y verdes, hoy brillan por su ausencia. Aun así, Chiqui decide seguir camino con su bebé colgado de la espalda para presentarme a varios mamos –sabios– de su tribu, y eso me hace sentir como una Alicia adulta que va a ser examinada en un País de las Maravillas. Tenemos prisa porque mañana termina mi estancia en la Sierra. Chiqui es una joven orgullosa de pertenecer al pueblo arhuaco –o ika, según el nombre indígena–, unas 9.000 personas inmersas en la cultura tairona. De su gente se habla tanto por conocer con precisión el rico y diverso medio natural donde viven –el macizo montañoso aislado de la cordillera de los Andes– como por tener una estrategia vital que siglo a siglo les ha permitido conservar sus costumbres y credos pese a la colonización, la guerra y el canto de sirenas urbano; por enfrentar la agresión cultural, económica y militar con una actitud de no violencia en un país minado por la guerra, el narcotráfico y el hambre. Y todo ello en unas tierras declaradas Reserva de la Biosfera por la Unesco. Se trata de apenas 600.000 hectáreas donde tienen cabida prácticamente todos los ecosistemas del planeta, reunidos en la montaña litoral más alta del mundo, que en tan sólo 46 kilómetros se eleva desde el nivel del mar hasta los 5.684 metros de altitud. El paraíso. Pero ahora, sus habitantes buscan la forma de evitar que una presa rompa la tierra sagrada, el lugar donde, según el credo tairona, palpita el corazón mismo de todo planeta. –No es fácil ser arhuaco –me dijo Chiqui, convencida, días antes. De estas cumbres han salido hombres y mujeres para hacer oír su voz en las Naciones Unidas, ocupar cargos políticos en Bogotá y en la embajada en España o servir en congresos indígenas.

Manuel Chaparro es el encargado de cuidar las puertas del pueblo, el lugar donde se reúnen los mamos (sabios) y se aplica la ley.Llevo una larga semana acogida como un miembro más de la familia Villafañe, que vive sin luz eléctrica en torno a las brasas de un fuego situado en el centro de la cabaña, pero que tiene linternas, un teléfono móvil –con cobertura sólo en algunas laderas– y varios hijos que estudian secundaria, derecho e idiomas en Bogotá. Cada mañana, el hogar de los Villafañe despierta con el canto de los gallos y las voces de los niños, y cada noche, las charlas en su lengua chibcha se prolongan hasta la hora de dormir sobre una piel ovina y seca que extienden sobre el suelo. Hay días en los que el padre, Luis, se va con su acordeón hasta otro edificio de ladrillo, donde duerme la abuela Juanita. Entonces toca una música repetitiva que rompe la melodía de las estrellas. Al llegar aquí, algunos de los prejuicios en los que se sustentaba mi mirada acerca del universo indígena se desdibujaron, como la sombra desaparece de los rincones cuando entra la luz. Los primeros cayeron cuando asistí a una conversación en la Casa Indígena de Santa Marta, donde hombres y mujeres vestidos con trajes tradicionales debatían una estrategia para gestionar mejor algunos recursos agrícolas arhuacos, mientras pasaba una y otra vez una frase en la pantalla del ordenador: “Sobre los hombros de nuestros padres mamos se sostiene el universo”.

Luis Villafañe toca el acordeón por la noche: está convencido de que su música contribuirá a mejorar la salud de su madre enferma.Después, Margarita Villafañe, que creció en la Sierra, disfrutó de una beca en Estados Unidos y decidió vivir como una occidental en la ciudad de Santa Marta, me hizo una leve introducción de la estructura que sostiene su tribu en pie: –El corazón arhuaco está en la Sierra y en los mamos. Quizá por ello deseé conocer a aquellos sabios de los que todos hablaban. Aún no sabía que eran una especie de lamas, educados desde la infancia en una tradición ancestral donde convergen espiritualidad y materia: son filósofos, sacerdotes, médicos, juristas, botánicos y, sobre todo, consejeros individuales y colectivos. Cada uno tiene su especialidad, pero juntos comparten la responsabilidad de guiar a su gente para proteger estos parajes. –El mamo sólo es una persona que sabe entender el lenguaje de la Tierra, ese ser vivo donde todo se relaciona –me aclaró el mamo Julián, un anciano de ojos brillantes y gesto humilde, mientras esbozaba una sonrisa en la que quise leer esa ironía que señala la frontera entre nuestros dos mundos–. Todos formamos parte de lo mismo. Aunque esta tierra es sagrada, hay agua, ríos, pasto... Está muy mal, como una mujer de la que han abusado muchos hombres.

Dos jóvenes campesinos subidos en una mula hacen un alto en el camino.Ahora, Chiqui me guía hasta los templos que ocupan los mamos más ancianos y algunos de sus alumnos, que nos reciben después de atravesar un riachuelo de aguas cristalinas. Visten los trajes blancos tradicionales, y de sus hombros cuelga una mochila llena de hojas de coca. Cada uno acaricia su poporo, un objeto que simboliza la unión de lo femenino y lo masculino. Después de presentarnos, el mamo menor Sinkwikota dice: –El pueblo arhuaco ha sobrevivido por escuchar el mensaje de la naturaleza. La voz de la naturaleza pide protección... La tierra esta desequilibrada porque el hombre blanco la mira como un objeto. Cuando la humanidad lo entienda, cuando la respete, quizá empiece a cambiar algo. Al marcharnos, Chiqui y yo caminamos juntas. Sus ojos negros ven lo mismo que los míos, su traje tradicional le resguarda del mismo aire del que me protegen mis vaqueros, pero tengo la sensación de que ni vemos ni sentimos igual: estamos inmersas en universos semejantes en la forma pero distantes en ese fondo del que nacen las ideas. Quién sabe, quizá haya un día en el que nuestros mundos también caminen en paralelo, complementándose.

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