miércoles, 21 de enero de 2009

Mujeres en pie de paz/Zona humanitaria El Encanto. Civipaz/El pais. 17 de enero.



Seis de la mañana en El Encanto y las radios suenan con ritmos calientes sobre el ensordecedor despertar de las cigarras. Las mujeres acicalan a sus hijos pequeños y los mayores, preparados para el evento por las víctimas que se celebra hoy, hacen piruetas bajo las palabras tierra, verdad, justicia, vida, que cuelgan de la zona comunal. Más allá están los cultivos de yuca, fríjoles, bananos; las huertas individuales con plantas medicinales, los montoncitos de abono natural que se fabrica aquí. Pero hay un letrero que llama la atención sobre todo lo demás donde se lee: Zona neutral de Civipaz, Comunidad Civil de Vida y Paz. Aquí las armas están prohibidas, también la agresión al territorio. A nuestro alrededor, las veredas, vacías hace poco menos de dos años, ahora se alzan más allá llenas de vida y de gente. Entre 700 y 900 familias, que despiertan con las primeras luces, han regresado a las mismas casas de las que fueron expulsados pese a ver morir o desaparecer a su gente a punta de fusil hace seis años, en el 2002, cuando esta zona se militarizó, y las tierras abandonadas se usaron para ganadería extensiva, búsqueda de petróleo o explotación de esmeraldas. En Colombia la población civil son las principales víctimas y la riqueza de la Tierra es el principal objetivo de los grupos armados. Dos cifras: En la última década las importaciones de alimentos se han multiplicado por ocho, y el 70% de los desplazados es campesino.
Ahora y aquí, hay diversidad de cultivos que contrastan con los monocromáticos y extensos tonos de palma que invaden la tierra más allá. El epicentro del milagro está aquí, en la zona humanitaria erigida como reserva de la biodiversidad de la Comunidad Civil de Vida y Paz, donde a muchas mujeres les llaman matriarcas porque han sido sobre todo ellas los motores del retorno y de la transformación de aquel sueño en realidad. La fórmula ha sido saber enfrentarse con los métodos de la paz a la crudeza de un conflicto que, según el informe de 2006 de la Comisión Colombiana de Juristas, afianza los monocultivos extensivos –de palma de aceite o coca, sobre todo- y el aprovechamiento de los recursos naturales a través del desplazamiento forzado.
Estamos en el Alto Ariari, en el departamento de El Meta, una tierra de sabana, donde los ríos surcan los llanos y las zonas altas en pleno corazón de Colombia.
Hace cinco años 27 familias de desplazados decidieron unirse para retornar a su territorio y crear un lugar neutral, crítico, donde se respetaran los derechos humanos, se protegiera la tierra y las riquezas naturales, las fuentes de agua, los bosques. Este fue el lugar donde hace casi tres años rodamos La voz de las Piedras, el cortometraje documental que cierra Invisibles, premiada con el último Goya. Desde entonces todo ha cambiado. La luz de las cámaras y la presencia mediática que el propio proceso ha dado a sus gentes parece haber ahuyentado el miedo a regresar, a denunciar, a alzar la voz. Ahora los habitantes de la zona humanitaria van y vienen a sus fincas, que algunos han comenzado a cultivar. También ha desaparecido la amenaza directa: Los grupos paramilitares han abandonado la zona.
Sentada en su casa de ladrillo y uralita de chapa, en dirección al gran río de aguas claras que da nombre a la región, el Ariari, Mariela, me dice: “Nos desplazaron porque era una región muy rica. Tiene petróleo, buenas aguas”. Ella es una más de las mujeres que pacen y viven cada día en la zona humanitaria. Otras mujeres salen a trabajar al caserío de La Esperanza, situado a varios centenares de metros o hay quien va y viene a su finca todas las semanas porque sabe que de todas y cada una de ellas depende mantener viva la zona humanitaria, y el futuro de la región. En torno a ellas, sus nietos, recién llegados de la escuela, corretean. Viudas, madres solteras, mujeres solas. De hecho, en el consejo de gobierno que debate y toma cada decisión sólo hay un hombre. A la mayor parte los han matado o van y vienen a la ciudad o las fincas. “Defendemos la vida y el territorio con sus riquezas naturales. Por ejemplo, una de las cosas importantes que defendemos ahora es que el agua no sea privatizada y en esta región se quiere privatizar”, apunta María, una de las matriarcas, madre de 13 hijos y desplazada varias veces. Pero las palabras sin hechos no son nada, y menos en Colombia donde cerca de 50 años de guerra y casi cuatro millones de desplazados han creado un estado de escepticismo colectivo.
En torno a la única calle que enfrenta a los vecinos de la zona humanitaria, los antiguos campesinos han aprendido a sembrar, abonar y mantener sus fincas de forma ecológica. También han aprendido a mantener el equilibrio con el entorno; a mirar a la tierra como parte inseparable de su propia vida “Esta comunidad es una forma alternativa de hacer las cosas, la forma con la que la gente vive y trabaja. Es una conjunción del hombre, la mujer y la tierra. Aquí escuchas cosas como que si yo no cuido el agua mis hijos no van a tener. No piensan en que sólo son ellos o su finca; cuando van a hacer algo piensan en los efectos de lo que hacen en todo y todos.” subraya Elkin, un joven bogotano que ha aprendido todo lo que sabe de la tierra en este lugar, mientras adereza la carne con plantas que ellos mismos han cultivado a pocos pasos de aquí. Por algo parte de su trabajo consiste en acompañar a la comunidad o, lo que es lo mismo, proteger la vida de los desplazados con su propia vida, una especie de escudo humano. Gracias a él y a otros como él esto sigue adelante. Desde el lugar donde estamos ahora, cobijados de la amenaza de lluvia bajo unas uralitas metálicas, la voz de Elkin recuerda que la primera premisa de las cuatro zonas humanitarias existentes en Colombia, creadas por antiguos campesinos desplazados por paramilitares, es que el hombre forma parte inseparable del territorio que habita. Él lo sabe muy bien; por algo ejerce de profesor en un lugar –éste- donde la educación es clave para crear mentes críticas, conscientes de por qué están donde están, unidas de una forma respetuosa a su entorno; capaces de seguir adelante con el sueño. Un ejemplo: Los niños aquí no sólo tienen sus propias plantaciones; también tienen su propio consejo donde debaten y votan las decisiones de todos. “Aquí los niños tienen voz y voto. Los niños de la zona humanitaria crecen sabiendo por qué estamos aquí, reciben educación propia; tienen derecho a opinar y a conocer bien su cultura. Ellos podrán ser el futuro de lo que dejamos”, añade María.
Alejada de la zona de viviendas donde están los hogares, pintada de blanco y abierta al horizonte, la comunidad ha construido la escuela con ayuda internacional. Hasta ella llegan cada día los niños de la comunidad, pero también los hijos de los campesinos que han regresado a las veredas para aprenden a entender e interpretar la tierra en la que viven, la base de la comunidad en la que se asientan; la historia de su desplazamiento.
A los pies del árbol de la vida que pretende ser un monumento a la memoria colectiva que les une, decenas de piedras pintadas por los más jóvenes recuerdan los nombres de asesinados y desaparecidos. Entre todos los nombres, destaca una frase escrita con letra clara que parece resumir el espíritu que heredan los niños de aquí: “Muchos pueden soñar, pero los que pueden realizar los sueños son pocos; pocos los que se atreven a hacerlos realidad.”



MATRIARCAS EN PIE DE PAZ. RECUADRO.

En el Encanto a María le llaman matriarca porque su voz, junto a la de otras mujeres ha servido para guiar a la comunidad hasta donde está hoy; también porque su memoria sirve para mantener viva una comunidad que protege la vida de sus gentes y las riquezas naturales del territorio. “El hombre necesita de la tierra y la tierra necesita del hombre”, me dice, sentada frente a una sala de billar de paredes abiertas a El Castillo que aún tiene viva la memoria de la masacre que se vivió aquí. Acaba de llegar sobre una mula café desde su finca, que ahora desbroza para poder cultivar. Hace no mucho que vive entre la zona humanitaria y la tierra de la que fue expulsada hace seis años. Aunque lo parece, María ya no es la misma mujer. El desplazamiento y el retorno a la tierra han cambiado por completo su mente y su mundo. Le ha obligado a luchar. “La casa era mi destino antes. Vivía con mi esposo con el que tuve 13 hijos. Sólo me dedicaba al hogar, al campo, a levantar los animales para sobrevivir.”, me dice en el municipio de El Castillo, vacío hasta hace no mucho, donde hoy celebran un encuentro en recuerdo por Reinaldo Perdomo, uno de los líderes asesinados, y por las víctimas de los paramilitares que desaparecieron aquí. María se emociona hoy con facilidad cuando le haces recordar su pasado: “El problema de la guerra es duro: Las desapariciones, los muertos: con el desplazamiento he adquirido experiencia y compromisos. Antes apenas hablaba, no me salían las palabras, pero ahora puedo hablar y decir lo que siento.” Dentro de pocos días María Medina estará en Italia para contar su experiencia: Cómo las armas de la paz son capaces de ganar la guerra.
















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