miércoles, 24 de septiembre de 2008

El regreso a la zona humanitaria El Encanto.

Llegué por la mañana, después de viajar en carros, autobuses y furgonetas durante toda la noche. Hacía más de dos años que la zona humanitaria de El Encanto se quedó detenida, congelada en mi: La finca y el pueblo desabitado, y la escuela destrozada de La Esperanza, y las miradas desconfiadas de la gente en los alrededores. Pero en Colombia dos años son muchos años, allí la vida es intensa y la muerte fulminante. Las niñas paren y los hombres mueren. La tierra tiene el don de sanarse y sanar; así demuestra que está viva. Y cuando regresas te sientes parte de esa intensidad, parte de esa ansiosa necesidad de correr hacia delante. Quizá por ello apenas tenía dos días para estar allí, para disfrutar de la gente y la noche, para quizá contarlo. Porque llegué justo cuando debía llegar, en la víspera del aniversario del asesinato del padre de Luz. Al día siguiente viajaríamos al lugar exacto del que habían sido desplazados muchos de ellos, el lugar donde muchos aún permanecían desaparecidos; el mismo al que la lluvia nos impidió llegar durante el rodaje. Ese era mi compromiso: Llegar hasta allí.

Cuando Antonio vino a recogernos, nos dimos la mano y le saludé como siempre, como le había saludado la última vez. Después miré a mi alrededor: Las casas antes cerradas ahora lucían portones abiertos de par en par. Había almacenes, tiendas, hostales de comida, droguerías. Hombres y mujeres sentados al sol en la única gran calle. Carros, mulos y caballos. Sentí que aquellas miradas se posaban sobre nosotros con gratitud, como si todos conocieran a Pablo, de Justicia y Paz, y hasta me conocieran a mi. Pero no, rechacé la idea. Antonio arrancó, atravesamos el puente y empezó a hablar en idéntico tono a la primera vez. Aquel día en el que yo preguntaba acerca de todo y todos.

-Ha cambiado mucho esto -me dijo- mucho. Y me dio a entender que la zona humanitaria había creado una especie de escudo protector para los campesinos de la zona. Su presencia había transformado las veredas.

A medida que avanzábamos veíamos fincas habitadas, veíamos ganado y sus ganaderos, cultivos. Nada que ver con el vacío de hace dos años."Gracias a El Encanto la gente ha regresado poco a poco. No hay miedo ya. El ejército está arriba y no confiamos en él porque le conocemos, pero por algo tiene otra estrategia. Ha cambiado sus modos."
Antonio siguió hablando pero yo comencé a estar nerviosa, como cuando vuelves a ver a alguien que te importa, o a un lugar en el que sientes que, de alguna forma, has nacido.Yo no nací en El Encanto, pero casi lo vi nacer. Casi vi como algunos desplazados decidían regresar a la zona donde habían visto asesinar a su gente, donde habían sentido que podían asesinarles a ellos. Casi vi como un grupo de gente exorcizaba los monstruos del miedo y regresaba para construir una pequeña sociedad comunitaria donde todos -incluso los niños- tuvieran voz y voto, donde los campesinos volvieran a tratar a la Tierra como Madre Tierra; con el respeto que una madre merece. Casi, casi lo vi. Llegué tarde, pero aún así pude hacer guardia durante una noche poblada de estrellas para guardar el sueño de los niños desplazados, apenas protegidos por un alambre de espino y un cartel que prohíbe la entrada a la zona de cualquier grupo armado. Aún así pude escuchar como aquellos campesinos hablaban de los verdaderos motivos de su desplazamiento -el agua, los recursos naturales, la tierra-, de cómo enseñaban a los niños a no avergonzarse de ser quiénes eran. Todo eso y más.

Ahora, pasados dos años, los ladrillos han sustituido a las lonas verdes que hacían las veces de paredes en las casas, hay agua corriente y luz, hay hasta -¡!!es una excepción!!!- internet, una tiendita, una escuelita donde aprenden los niños y un televisor en el centro social. Y más: Ahora la mayor parte de la gente que conocí divide su tiempo entre sus propias fincas a las que han regresado y la zona humanitaria. Algunos se han ido. Otros se han enamorado. -!Después de 25 años me dijo Rubelia, una de las matriarcas, tengo un enamorado!.-

Y cuando, después de dos años volví a cruzar el alambre de espino de la zona humanitaria, escuché su extraño y renovado silencio primero, y sus cigarras después; decidí tomarme mi tiempo, saludar a los acompañantes de Justicia y Paz, y volver a preguntar, a preguntarles. Mi admiración por su trabajo es algo que no han cambiado estos dos años. Aún hoy sigo sin entender como son capaces de arriesgar su vida sin el constante escudo de la fe, de vivir bajo amenazas, de saber que a sus compañeros también los han asesinado Y seguir allí. Sonriendo. Yelkin acompaña ahora a la comunidad.

Me senté mientras él cocinaba un caldo, respondía al teléfono, bromeaba con las señoras y hacia reír a los niños. Tras servirme un tinto sin azúcar me confesó:
"La zona humanitaria es la prueba de que otro mundo es posible, la prueba de que pueden cambiarse las cosas. Yo creo que puede haber un mundo distinto, igualitario, donde quepamos todos. Esta comunidad es una forma alternativa de hacer las cosas; la forma en la que la gente vive, trabaja. No piensan solo en ellos, no piensan solo en la familia que vive en la finca, piensan en todo. Piensan en los otros, en la tierra, en el agua que llega a todos. Si yo les puedo ayudar, pues les ayudo. ", me explicó nada más llegar Yelkin, que también da clase a los adolescentes, cocina deliciosos platos, siembra y cosecha plantas medicinales....”Pero cuando llegué aquí yo era un chico de barrio. No sabía nada de la tierra”.

Después paseé por la calle como si siempre hubiera estado allí y puse en práctica esa sana costumbre de tomar tinto y compartir. Ellos me preguntaban por España y la gente del equipo, me hablaban de cómo habían sido los últimos años, de los niños nacidos, de los cultivos que una y otra vez se estropean. Los visitamos. Ahora había potros, gallinas, huertos, los niños en la escuela blanca. Encontré a Doña Lucía, que ahora lleva la panadería del pueblo y hasta nos reímos de los viejos tiempos, encontré a la mamá de la niña pepona, encontré a Doña Rubelia, que llevaba cuatro meses sin aparecer por allí porque espera ser operada. Pero, de momento, no encontré a María, Guillermo, Orlando. Muchos van y vienen a las fincas, otros trabajan en la ciudad mientras los niños permanecen aquí. Algunos han prestado sus casas para que otros desplazados tengan la misma oportunidad que ellos.


LA FIESTA

Despertamos con las primeras luces del día. Todos iban acicalados y bien puestos a una ceremonia importante. A media mañana, cuando llegamos al pueblo, decenas de caballos nos recibieron; sus dueños, la gente de las veredas, jugaba al billar y esperaba. Los tenderos esperaban, los curas esperaban, el asado esperaba. Doña María se echó a reír al verme, y aún más cuando saqué la cámara para entrevistarle. Yo quería saber qué había cambiado en ella con todo este proceso, quién fue antes y en quién se había convertido ahora. Quería saber también cómo iban a continuar. Y Doña María me contestó.
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“Yo era madre de 13 hijos. Sólo me dedicaba al hogar. No me atrevía a hablar, a decir en público. El desplazamiento me ha enseñado. Ahora sé que la mujer no sólo debe dedicarse al trabajo doméstico, una puede servir para mucho más....

Las zonas humanitarias no se deben dejar a un lado, hemos de seguir. Nosotros no somos los de antes, que nos mataran a quien nos mataran nos quedábamos callados porque si no nos convertíamos en víctimas. Hoy ya no. Las zonas humanitarias es un medio para denunciar, no sólo para los que salimos desplazados, sino para quienes se quedaron resistiendo. A través de las zonas humanitarias buscamos defender la vida, el territorio, las riquezas naturales, que el agua no sea privatizada, los seres humanos.

Los niños de la zona humanitaria conocen por qué estamos ahí y no estamos cada uno en nuestras fincas. La zona humanitaria es un lugar donde están protegidos, tienen el derecho de su cultura, de recrearse. Los niños podrán ser el futuro de lo que dejamos. “....

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