
Le vi por primera vez y pensé que vivía en la miseria: Los zapatos rotos, el pelo suelto y enredado, la mirada sumergida en la tristeza. "No, yo no tengo nada. No hay trabajo ya. Prefieren llamar a un inmigrante porque son más cometitivos". Anochecía sobre el valle morisco de Ricote y el perfil de las palmeras se recortaba sobre las montañas desérticas y el verde vergel de la huerta murciana. Volví una segunda y una tercera vez a su casa para escuchar. A través de sus palabras supe que aquel hombre había optado por el saber de lo simple, por el aprendizaje de las cosas pequeñas, por la escucha de los abuelos. Aquel ser enjuto, de ojos claros y delgadez extrema me hablaba con la fluidez de un maestro sobre la sensibilidad para escuchar la voz de la tierra y entender sus mensajes, me hablaba sobre los dátiles que ahora se comen los insectos, sobre cómo el cambio climático afecta a su paraíso, sobre cómo ya no planean ni águilas, ni buitres ni vencejos sobre los últimos metros del río Segura en los que él reina. Después me habló de Miguel Hernández y de Nietzche, me habló del consumo y de cómo se expresa la tierra: "Hay que haber educado la sensibilidad para entender a la naturaleza. La tierra habla a través de los insectos que se comen los dátiles, a través de las palmeras que mueren, cuando las abejas desaparecen, cuando las tormentas no refrescan en los infernales días del verano como hacían antes...Los abuelos saben todo eso y cuando te enseñan aprendes muy rápido del saber que ellos han acumulado durante toda una vida". Me hab´ló sobre el futuro: "Lo que le ocurra a las palmeras le ocurrirá al hombre. Lo que le ocurra al hombre le ocurrirá a las plameras. Nuestros destinos están unidos....Hemos de aprender de ellas.". El hombre se llama Pepe, es uno de los últimos palmereros de Murcia y no todos sus vecinos le hablan cuando se lo encuentran por la calle. Pepe comparte lo que tiene y quizá por ello a veces se transforma en un hombre espejo: Te refleja.
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