

500 muertos y 2.500 heridos en Gaza con lo que han llamado Operación Plomo Fundido. ¿Plomo Fundido? A veces las palabras, las cifras, y titulares empañan lo humano e inhumano que hay detrás. Casi siempre, incluso, lo pretenden.
Cuando entré por primera vez en Gaza un niño nos recibió con un sonoro !Welcome to Egipto!, así comencé a desgranar el pasado y el presente de un lugar de mar donde las banderas de los hoteles construídos a las espera de un soñado boom turístico pronto comenzaron a ondear deshilachadas sobre edificios vacíos, huecos, llenos de fantasmas. Hasta entonces Gaza sólo había sido un cúmulo de cifras y frases para mi. Frases como que se trata del lugar más densamente poblado del mundo -4.118 habitantes por kilómetro cuadrado-, donde 1,52 millones de personas, descendientes la mayoría de los refugiados que huyeron de Israel tras la guerra de 1948, ´sobrevivían sin espacio ni trabajo desde el principio de la segunda intifada. Cifras como que todos ellos viven entre los 11 kilómetros de frontera con Egipto, los 51 kilómetros de frontera con Israel y los otros 40 de costa mediterránea. No hay más. Gaza es sólo eso.
Pero las cifras toman volúmen y se transforman en personas cuando estás allí y abrazas y te abrazan, y te preguntan por tu familia y te enseñan los albunes de fotos con sus bodas, sus fiestas, los tiempos en los que fueron felices. Nada puedes hacer cuando, al llegar la hora de la comida, pese al boicot humanitario de Israel, piden a los vecinos lo poco que tienen hasta que logran ofrecerte un banquete -aceitunas, ensaladas, arroces, pollo- al que es imposible decir no.
En Gaza el campo de refugiados Beach Camp huele a mar, a tierra, a cemento. Los chavales juegaban al futbol con lo que pueden y los jóvenes universitarios vivían con las mentes atrapadas entre lo local y la guerra interna Palestina -la conservadora Hamas lucha contra la gente de Arafat, y a la inversa-; atrapados también por la guerra de Israel. Conocí a un joven que durante años había vivido en una sofisticada Europa, rodeado de arte y artistas, enamorado de una mujer rubia euopea que -si no recuerdo mal- criaba un hijo de ambos. Un hombre que dejó el arte en Europa para luchar y morir junto a los suyos. Fue hace tiempo, pero ya entonces en la franja de Gaza todos parecían esperar sin desesperar. Y los monumentos funerarios erigidos en honor a los mártires o los asesinados por el ejército israelí parecían hablar al extranjero a cada instante, al igual que lo hacían los grafitis; auténtica memoria visual de la historia palestina.
Pero tras esta espera estaba la historia que las ancianas cuentan a sus nietos -nietos que aprenden a esperar-. Rodeadas de una inmensa prole -la población crece un 4% cada año- dentro del campo de refugiados las abuelas te contaban cómo dejaron su tierra atrás, como vieron morir a hijos, maridos; como lograron llegar hasta aquí. Recuerdo una frase: "Yo vivía al lado de lo que hoy es Tel Aviv, bombardeaban de noche, no nos daba tiempo a recoger nuestras cosas así es que llegué a la cuna, c reí coger al niño entre los brazos para salir corriendo. Cuando ya no pude regresar atrás descubrí que me había llevado la almohada".
En el centro de salud mental de Rafha, capital de Yebalia, las mujeres llevaban Kefía y una vívida mirada cuando aprendían un oficio como peinar a otras mujeres, depilar el rostro, cortar y diseñar. Solían reirse a la hora de tomar el té y examinar con sarcasmo la mala depilación de nuestros rostros. Aquellas mujeres hacían cualquier cosa para escapar del fantasma de la enfermedad mental porque todas ellas lo habían conocido de cerca. Muchas habían salido a las calles durante la primera intifada para combatir con los israelíes, pero luego tuvieron que hacer frente a sus propios hombres, a la psicosis de sus propios hombres. Muchos habían sido detenidos, torturados, violados en las cárceles israelíes y ahora andaban colgando con la sospecha, del miedo, de ese dolor de hombre herido que no sabe poner palabras a lo que le pasa. Muchos de aquellos hombres regresaron a sus casas y comenzaron a maltratar a sus mujeres (ocurrió algo muy parecido al otro lado). La guerra tiene ese tipo de efectos secundarios. Pero ellas habían decidido seguir y ahora luchaban por sobrevivir y empujar a los suyos. Luchaban con la risa, con el té a media mañana, con el maquillaje, con la música, incluso algunas luchaban con la palabra.
En Yebalia conocí a Noor, una joven palestina campesina que vivía en una casa cuya azotea había sido tomada por los soldados israelíes: El enemigo vivía arriba, pocos peldanos arriba, sin ninguna frontera entre la familia civil y los asustados soldados israelíes. En cualquier momento podían bajar, a cualquier hora del día o de la noche. Incluso tenían la capacidad de convertirse en sus pesadillas. La finca agrícola estaba plagada de palmeras y un día debió de ser el orgullo de la familia. Ahora, frente a ellos, se erigía un asentamiento del que sólo se apreciaban las armas que los apuntaban de día y de noche y a veces escupían fuego.
También estaban los hospitales, los niños enfermos de cáncer y su llamativo porcentaje, la consciencia de que el agua que bebían estaba en manos israelíes. Me sorprende no haber recordado entonces que para muchos el agua simboliza la vida.
Cuando entré por primera vez en Gaza un niño nos recibió con un sonoro !Welcome to Egipto!, así comencé a desgranar el pasado y el presente de un lugar de mar donde las banderas de los hoteles construídos a las espera de un soñado boom turístico pronto comenzaron a ondear deshilachadas sobre edificios vacíos, huecos, llenos de fantasmas. Hasta entonces Gaza sólo había sido un cúmulo de cifras y frases para mi. Frases como que se trata del lugar más densamente poblado del mundo -4.118 habitantes por kilómetro cuadrado-, donde 1,52 millones de personas, descendientes la mayoría de los refugiados que huyeron de Israel tras la guerra de 1948, ´sobrevivían sin espacio ni trabajo desde el principio de la segunda intifada. Cifras como que todos ellos viven entre los 11 kilómetros de frontera con Egipto, los 51 kilómetros de frontera con Israel y los otros 40 de costa mediterránea. No hay más. Gaza es sólo eso.
Pero las cifras toman volúmen y se transforman en personas cuando estás allí y abrazas y te abrazan, y te preguntan por tu familia y te enseñan los albunes de fotos con sus bodas, sus fiestas, los tiempos en los que fueron felices. Nada puedes hacer cuando, al llegar la hora de la comida, pese al boicot humanitario de Israel, piden a los vecinos lo poco que tienen hasta que logran ofrecerte un banquete -aceitunas, ensaladas, arroces, pollo- al que es imposible decir no.
En Gaza el campo de refugiados Beach Camp huele a mar, a tierra, a cemento. Los chavales juegaban al futbol con lo que pueden y los jóvenes universitarios vivían con las mentes atrapadas entre lo local y la guerra interna Palestina -la conservadora Hamas lucha contra la gente de Arafat, y a la inversa-; atrapados también por la guerra de Israel. Conocí a un joven que durante años había vivido en una sofisticada Europa, rodeado de arte y artistas, enamorado de una mujer rubia euopea que -si no recuerdo mal- criaba un hijo de ambos. Un hombre que dejó el arte en Europa para luchar y morir junto a los suyos. Fue hace tiempo, pero ya entonces en la franja de Gaza todos parecían esperar sin desesperar. Y los monumentos funerarios erigidos en honor a los mártires o los asesinados por el ejército israelí parecían hablar al extranjero a cada instante, al igual que lo hacían los grafitis; auténtica memoria visual de la historia palestina.
Pero tras esta espera estaba la historia que las ancianas cuentan a sus nietos -nietos que aprenden a esperar-. Rodeadas de una inmensa prole -la población crece un 4% cada año- dentro del campo de refugiados las abuelas te contaban cómo dejaron su tierra atrás, como vieron morir a hijos, maridos; como lograron llegar hasta aquí. Recuerdo una frase: "Yo vivía al lado de lo que hoy es Tel Aviv, bombardeaban de noche, no nos daba tiempo a recoger nuestras cosas así es que llegué a la cuna, c reí coger al niño entre los brazos para salir corriendo. Cuando ya no pude regresar atrás descubrí que me había llevado la almohada".
En el centro de salud mental de Rafha, capital de Yebalia, las mujeres llevaban Kefía y una vívida mirada cuando aprendían un oficio como peinar a otras mujeres, depilar el rostro, cortar y diseñar. Solían reirse a la hora de tomar el té y examinar con sarcasmo la mala depilación de nuestros rostros. Aquellas mujeres hacían cualquier cosa para escapar del fantasma de la enfermedad mental porque todas ellas lo habían conocido de cerca. Muchas habían salido a las calles durante la primera intifada para combatir con los israelíes, pero luego tuvieron que hacer frente a sus propios hombres, a la psicosis de sus propios hombres. Muchos habían sido detenidos, torturados, violados en las cárceles israelíes y ahora andaban colgando con la sospecha, del miedo, de ese dolor de hombre herido que no sabe poner palabras a lo que le pasa. Muchos de aquellos hombres regresaron a sus casas y comenzaron a maltratar a sus mujeres (ocurrió algo muy parecido al otro lado). La guerra tiene ese tipo de efectos secundarios. Pero ellas habían decidido seguir y ahora luchaban por sobrevivir y empujar a los suyos. Luchaban con la risa, con el té a media mañana, con el maquillaje, con la música, incluso algunas luchaban con la palabra.
En Yebalia conocí a Noor, una joven palestina campesina que vivía en una casa cuya azotea había sido tomada por los soldados israelíes: El enemigo vivía arriba, pocos peldanos arriba, sin ninguna frontera entre la familia civil y los asustados soldados israelíes. En cualquier momento podían bajar, a cualquier hora del día o de la noche. Incluso tenían la capacidad de convertirse en sus pesadillas. La finca agrícola estaba plagada de palmeras y un día debió de ser el orgullo de la familia. Ahora, frente a ellos, se erigía un asentamiento del que sólo se apreciaban las armas que los apuntaban de día y de noche y a veces escupían fuego.
También estaban los hospitales, los niños enfermos de cáncer y su llamativo porcentaje, la consciencia de que el agua que bebían estaba en manos israelíes. Me sorprende no haber recordado entonces que para muchos el agua simboliza la vida.
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