domingo, 21 de diciembre de 2008

AFONSO Y LA MUERTE.

-Elena, todos mis compañeros de habitación están ahora con San Pedro. Todos están muertos.

Me dijo Afonso en el aeropuerto de Marsella con una sonrisa en los labios, y cierta ironía en el tono de voz.
Nos conocíamos de poco; apenas cuatro días de viaje a través de tierras de olivos. Pero uno tampoco tiene que conocerse de mucho para reconocerse. A Alfonso le reconocí: Era, es, un superviviente, un luchador, un poeta, un hombre cuya memoria de vida en cierto modo enseña a vivir.
Viajábamos junto a un puñado de periodistas franceses, portugueses y españoles a través de gente de campo; algunos tenían las manos agrietadas por el trabajo y otros habían logrado transformar su sudor en exquisisiteces muy bien pagadas. De fondo los olivos, árboles a los que muchas culturas sienten como seres animados, herencia de los ancestros, raíz. Símbolo de vida, de madre tierra. Y Afonso era todo eso, y era más. Es todo eso y más.
Hace cuatro días volvió a aparecer después de un largo silencio que yo interpreté como su gran silencio. Bienvenido de nuevo.

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