viernes, 3 de octubre de 2008

Nunca le olvidaré. La risa del padre Henry.



"Nunca te olvidaré", fueron las últimas palabras que le dije. Y nunca le olvidaré.

Después nos reímos, con el tipo de risa que tienen los amigos eternos. Él lo es, le siento así, como esa persona a la que le confiaría la vida y la muerte si diera el caso y, de alguna firma, ya se la he confiado dos veces. Desde la misión religiosa donde suele vivir, vela la vida de las veredas como un ángel guardián, como uno de esos párrocos legendarios . Y no está solo, otros dos sacerdotes jóvenes le acompañan día a día.

"Cuando llegué aquí yo tenía mis ideas, pero cuando empecé a levantar cadáveres -asesinados - todo cambió", me comentó uno de sus compañeros durante el desayuno, de fondo sonaba un disco de canción protesta latinoamericana y, de vez en cuando, alguno de los sacerdotes tarareaba pedazos de Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa. Esa es su banda sonora matinal, la gasolina que, junto a la fe, ha alimentado su motor durante años.

Esta vez llegué a la misión por ese tipo de casualidades causales en las que creo: El padre Henry y yo sufrimos un percance con la moto el día antes. Ambos decidimos abandonar antes de tiempo la jornada por las víctimas: Celebramos el quinto aniversario del asesinato de Perdomo, el padre de Luz, a manos de los paramilitares. Su historia bien podría servir como ejemplo de lo poco que vale la vida en Colombia, pero también de la fe en la vida como fuerza transformadora. A Perdomo lo desplazaron junto a los campesinos de la vereda, pero él no era normal: Tenía por costumbre ser crítico, alzar la voz, y, sobre todo, trabajar para hacer un mundo más justo. Fue un líder, gracias a él su comunidad aprendió a autogestionarse y, uno a uno, saberse parte del grupo: Todos se sabían necesarios pero prescindibles, como los miembros de un cuerpo. A Perdomo lo mataron tras un año de su desplazamiento, poco después de que conociera la zona humanitaria del Chocó y hablara de ella en público. No fue el único, el suelo de La Esmeralda aún tiene tumbas colectivas y anónimas donde yacen los desaparecidos a quienes no pudieron llorar.

Pero aquella mañana todo parecía formar parte de un pasado remoto. Acicalados con la ropa de los domingos los niños se movian de una tienda a otra con alegría, compraban dulces, corrían. Los hombres ataban sus caballos y, antes de jugar al billar o mirar al horizonte, pedían cervezas. Las mujeres se sentaban a la sombra de los árboles antes de entrar a la improvisada iglesia, olia a carne sobre brasas, a colonia, a gusanitos, a caballos. A mi me olía a tierra, a otoño, a Colombia. A veces me quedaba mirando a la gente e intentaba ponerme en su lugar: Todos eran héroes, todos habían llevado hasta el final la lucha por su supervivencia. Todos habían arriesgado por volver a la tierra e intentar seguir adelante sin odio, sin que el rencor les impidiera vivir. Todos me estaban dando una lección magistral sobre cómo vivir mi propio tiempo. Pero algo me hacía sentir intranquila, en cierto modo fuera de lugar; como si aquella tierra fértil, húmeda, plagada de tesoros naturales aún conservara la memoria de lo vivido. Y por eso sentí la necesidad de marcharme pronto.

Subimos a la moto y tuvimos que empujar. No vimos ejército, pero estaba. Tampoco guerrilleros, pero después pude saber que andaban acampados a menos de dos horas. !Dos horas! Al atardecer nos percatamos que podíamos correr peligro si dormíamos en las fincas de algunos campesinos, y decidimos seguir adelante. Empujabamos la moto hasta quedarnos sin fuerzas, hasta que, al llegar la noche, creímos no poder más. Y la noche era la mayor amenaza.

-Tenemos que ponernos la linterna o pueden dispararnos. -Resumió la situación el padre Henry.

Cruzamos ríos descalzos, ascendimos prolongadas pendientes empedradas, caminamos en línea recta hasta que alguién reconoció a Henry y vino en nuestra ayuda.

-Porque es usted, le dijo, si no, no le hubiera ayudado. Ya sabe, aquí uno ayuda y nunca sabe. A veces te pagan mal.

Era una noche sin estrellas, transitábamos por un camino donde aún están vivas las heridas de la guerra, donde aún transitan los grupos armados, donde aún la gente tiene rencor y miedo, y nuestro buen samaritano nos obligó a cambiarle nuestra moto averiada por la suya. Casi lloré.

Hasta entonces yo no era muy consciente de donde me encontraba. Podría estar en cualquier otro camino de cualquier parte del mundo. Pero no. Cuando nos detuvimos supimos que volvíamos a estar conectados con el mundo exterior porque Henry recibió varios mensajes en su teléfono. Y todos ellos le avisaban de lo mismo: Éra la octava vez en una semana que sus compañeros de Justicia y paz recibían amenaza de muerte. Ambos sabíamos que Henry había perdido ya a varios compañeros ..., que varios habían muerto, que podrían morir.

En la misión me limité a observar a aquellos hombres: Vimos una película crítica con la iglesia, bromearon y reí sus bromas. Bebimos cerveza y jugos, comimos tamales. Parecían normales, unos simples sacerdotes jóvenes al frente de una misión en medio de la nada, simples hombres dispuestos a sacrificar su vida.

Por la mañana Henry y yo nos despedimos riendo. Fue entonces cuando se lo dije:

-Padre Henry, yo no nunca le voy a poder olvidar.
Y seguimos riéndonos.

Una semana después esas mismas causalidades me llevaron a conocer a Claudia, una de sus amigas. Claudia tenía los ojos acuosos, como de lágrimas que quieren salir pero que no las dejan. Me explicó que se sentía culpable, que aquello no era vida. Me contó que era una de los responsables de organizar una manifestación civil en marzo. Esa manifestación sacó a cuatro millones de personas a las calles para pedir el fin de los secuestros, justicia, el fin del enfrentamiento. Me contó que, desde entonces, cuatro de sus compañeros han muerto asesinados. Cuando descubrimos que Henry nos unía, me comentó:

-"Henry, él tiene el escudo de la fe. Eso le hace fuerte", después sonrió.


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