viernes, 1 de mayo de 2015

RODAR Y AMAR EN NEPAL, MORIR EN KATMANDÚ


 Yo tenía un amigo en Katmandú llamado Ganes a quien solía hacer cosquillas y bromas cuando me hablaba de su otro mundo, ese que comenzaba nada más atravesar la puerta del hotel en el que las tradiciones y credos esculpían la vida. Mi amigo nepalí vestía pantalones vaqueros, zapatillas Nike, camisetas blancas; tenía unos preciosos ojos negros, unos labios muy rojos, una barba muy negra que solía cortar cada dos días y la costumbre de reírse con cualquier tontería. Él trabajaba en informática, tenía una novia que vendía regalos en una tienda de turistas de la que hablaba y hablaba sin parar pero a la que jamás había besado ni iba a hacerlo hasta el día de su inminente boda. La piel de Ganes se encarnaba al hablar de su novia a la que conocí de refilón. !Qué bonito era!!Qué inocencia y ternura había en aquel hombre! Se entusiasmaba al contarme los pormenores de sus clases, las danzas, la forma en la que le enseñaban sus maestros. A lo largo del puñado de años que han pasado desde que rodé en Katmandú algunas historias para la serie Sexmundu no he olvidado el día que le conocí, en un aeropuerto caótico, donde él esperaba al otro lado de la barrera metálica con un puñado de collares de flores para darnos la bienvenida y recordarnos que el viaje que habíamos hecho era también temporal y -casi- interdimensional. Mi amigo lo sabía muy bien porque a través de las redes se mantenía unido al resto del mundo, pero también porque es -era- ese tipo de gente buena que se identifica con todo y todos; que intenta ser impecable. Gracias a él y a Ram, nuestro guía allí, pude conocer algunos matices de la sociedad de Katmandú que cada día vivía entre el medievo y el siglo XXI sin que nada ni nadie estorbara; pero al mismo tiempo estorbáramos todos.

El palacio de la diosa Kumari se levanta en uno de los laterales de aquella bella plaza Durban, hecha a base de milenarios edificios y templos, cada uno de los cuales tenía una historia más increíble que el anterior, y que ahora se han convertido en escombros. La diosa kumari es la única persona adorada como diosa viva del mundo, una niña impúber a la que los reyes pedían consejo y bendiciones pero también el pueblo. Vestida de rojo y seleccionada entre las niñas de la casta shakia por los sacerdotes para reconocerla, la niña representa la esencia de lo femenino pero también estudiaba inglés, matemáticas, historia y hasta dibujo. Lo sé porque conocí a su profesora que me habló del día a día de una pequeña destinada a estar marcada el resto de su vida por aquella extraña convicción. Conocí también a sus padres, que vivían en una casa que hacía esquina en un barrio de clase media donde las ratas corrían sobre la tierra de las aceras y la carretera estaba transitada por coches, bicicletas, carros, ricksow y niños con sus grandes carteras que llegaban del cole. LOs padres de la diosa eran muy jóvenes, su casa era humilde para mi, pero según mi amigo, era una casa casi de lujo en Katmandú. El padre de la diosa era una especie de conserje que cuidaba un templo por las mañanas pero por las tardes se dedicaba a pintar mandalas o imágenes de diosas y dioses como Kwuan Yi -representación femenina de la completa compasión y amor incondicional- o a las distintas versiones de la diosa Tara. Me pareció un buen hombre, bonito y lleno de inocencia, encantado de haber sido bendecido por sus ancestrales dioses budistas. Apenas recuerdo a la joven madre de la diosa, ni a su hermano pequeño; pero sí ha quedado rastro en mi memoria de la abuela que permaneció sentada en una esquina de la sala riendo como una niña con cada una de mis miles de preguntas; al igual que la anciana adorada como diosa en los días de su juventud. Casada con un médico, había enviado a sus hijos a estudiar y trabajar en Estados Unidos, había creado una ong para ayudar a sus vecinos y vivía en la ciudad sagrada de Bhaktapur, junto a la plaza, que también se ha venido abajo por completo.
  En los días que pasé en Katmandú la revuelta parecía inminente, los activistas comunistas paseaban por la plaza Durban con grandes banderas rojas en las que se dibujaba la hoz y el martillo. Vivimos con el miedo a quedarnos atrapados en una revuelta sangrienta de la que no podríamos salir y recuerdo un atentado sangriento cercano al lugar donde rodábamos, que supusimos definitivo para prender la mecha de la revolución. En la calle, que -como todo en Katmandu- terminaba en un templo, también había enfermos que pedían, sacerdotes, mujeres con sharis que buscaban a la próxima esposa de sus hijos, y niñas que se pintaban las uñas, se vestían con vaqueros, ponían posters de las estrellas de Hollywood en las paredes de sus casas pero aceptaban de buen grado el marido que sus madres disponían. Tuve la suerte de tomar parte en una boda, conocer la galopante esquizofrenia vital de la novia que vivía con ilusión aquel día pero que no podía evitar estar adicta a las series de televisión norteamericanas y al deseo de romper la rueda; tuve la suerte también de conocer en las montañas a una familia polígama donde quien mandaba sobre todos los demás era la primera esposa, que era infertil, y había dispuesto quién y cómo se casaría con su esposo porque deseaba criar a los hijos como si fueran propios en una impresionante maniobra adaptativa.
Conocí a los santones que se retiraban a meditar, al templo budista situado en la montaña desde el que se divisa toda la ciudad, a algunas de las miles de niñas que salen de sus chabolas vestidas de rojo y pintadas como auténticas princesas para celebrar su boda con la frutas, los barberos que trabajan a un lado y otro de las carreteras para cortar el pelo a sus clientes en medio del atasco; pero no he conocido a los más míseros, ni a los leprosos, ni tan siquiera a las mujres que se ganan el pan como prostitutas en los míseros lupanares; tampoco a príncipes, empresarios o grandes familias nepalíes. Mi gente de Nepal es muy como yo, semejante a mi gente de Barcelona, de Madrid, de Málaga, de Londres, de Burgos, de Jerusalén, de Paris, de Granada, de Nueva Yersey o de Nueva York; mi gente de Katmandú pertenece a una casta pero hasta hace una semana tenían unos sueños y unas pesadillas casi idénticas a las mías, aunque al abrir la ventana vieran el palacio con sus diosas o la plaza medieval con mujeres y hombres que peinan largos cabellos; aunque al marcharnos vinieran a despedirnos y nos llenaran de pequeñas figuritas con el dios Ganesh de ébano para que nos acompañara en el camino de la vida y nos trajera la bendición de la suerte y el dinero.
Apenas he seguido los pormenores del terremoto en Nepal; las imágenes han sido suficientes para no ahondar en la herida propia. Sé que nuestro guía está vivo -el hombre más eficiente del mundo- a través de facebook. No sé más. Ni si Ganes está bien, ni si ha muerto. En mi pequeña y acogedora sala de estar hay un pequeño altar con la imagen de ébano que Ganes y Ram me regalaron antes de tomar el avión. Jamás había encendido una vela ahí, pero ayer sin saber por qué lo hice. Mi amor está con el pueblo de Nepal.

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